"No dudemos jamás de la capacidad de un grupo de ciudadanos insistentes y comprometidos para cambiar el mundo.
De hecho, así es como ha ocurrido siempre."
Margaret Mead

domingo, 10 de febrero de 2008

Muerte de El Gatopardo

de Giuseppe Tomasi di Lampedusa
Desde que leí por primera vez esta novela, me ha llamado mucho la atención el capítulo séptimo: La muerte del príncipe. Es la única referencia literaria que conozco en la que se relata la muerte de alguno de sus protagonistas –aunque en tercera persona- desde la perspectiva del propio personaje.
Me parece lleno de poesía y fuerza la facultad que Lampedusa atribuye al personaje de don Fabrizio Corbera, Príncipe de Salina cuyo escudo presidía un Gatopardo, de sentir el discurrir de la vida “Hacía decenios que sentía cómo el fluido vital, la facultad de existir, la vida en suma, y acaso también la voluntad de continuar viviendo, iban saliendo de él lenta pero continuamente, como los granitos se amontonan y desfila uno tras otro, sin prisa pero sin detenerse, ante el estrecho orificio de un reloj de arena.”
Describe como dicha facultad desaparece en los momentos de más intensa actividad para presentarse de nuevo en los momentos de silencio o introspección “como un zumbido continuo en el oído”. También describe ese fluir de la vida “como partículas de vapor acuoso exhaladas de un estanque, para formar en el cielo las grandes nubes ligeras y libres. A veces le sorprendía que el depósito vital pudiese contener todavía algo después de tantos años de pérdida.”
Don Fabrizio a la vuelta de Nápoles enfermo y agotado se aloja en un hotel de Palermo desde cuya terraza, sentado en una butaca “advertía que la vida salía de él en grandes oleadas apremiantes, con un fragor espiritual comparable al de la cascada del Rhin.”
Unos momentos antes se había visto en el espejo del armario y vio “Un Gatopardo en pésima forma. ¿Por qué quería Dios que nadie se muriese con su propia cara?”.
Recuerda a su hijo Paolo muerto violentamente cuando aun era joven y piensa “si en él, viejo ya, era tan poderoso el fragor de la vida en fuga, ¿como sería el de aquel depósito todavía colmado que en un instante se vaciaba de aquel cuerpo joven?".
Hace un repaso sumario de su vida, recuerda algunos fugaces momentos de dicha, alegría o éxito y piensa “Tengo setenta y tres años; en total habré vivido, realmente vivido, un total de dos… todo lo más tres”. Continua la agonía “No era ya un río lo que brotaba de él, sino un océano, tempestuoso, erizado de espumas y de olas desenfrenadas…”. De repente está tendido en el lecho, ha debido sufrir un síncope “
Alguien le tomaba el pulso; por la ventana lo cegaba el reflejo despiadado del mar. En la habitación se oía un silbido: era su estertor, pero no lo sabía. A su alrededor había un grupo de personas extrañas que lo miraban fijamente con una expresión de terror. Poco a poco los reconoció: Concetta, Francesco Paolo, Carolina, Tancredo, Fabrizietto. El que le tomaba el pulso era el doctor Cataliotti. Creyó sonreírle para darle la bienvenida, pero nadie pudo darse cuenta”
“El fragor del mar se acalló del todo.”

Es envidiable una muerte así. Sin un largo periodo previo de decadencia, estupidez o sufrimiento, rodeado de las personas a quienes quieres. Pero sobre todo me parece envidiable tener la oportunidad de reflexionar, de hacer un repaso de tu vida, de poder prepararse para encarar la muerte. No me gustaría morir de repente, ni dormirme y no volverme a despertar, ni sedado y mucho menos entre terribles sufrimientos, sin sedar, en manos de médicos integristas partidarios del dolor del último tránsito.

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