"No dudemos jamás de la capacidad de un grupo de ciudadanos insistentes y comprometidos para cambiar el mundo.
De hecho, así es como ha ocurrido siempre."
Margaret Mead

miércoles, 12 de marzo de 2008

La tragedia de los bienes comunes

Desde hace poco tiempo, algo más de 200 años (digo poco si lo comparamos con los 30.000 años de la historia de la humanidad transcurridos desde la desaparición de los neandertales), y a partir del comienzo de la revolución industrial, nuestra civilización ha vivido un proceso de desarrollo sin precedentes. El carbón primero y el petróleo después han sido las fuentes de energía que han hecho posible tan espectacular transformación y que ha configurando la sociedad tal y como la conocemos en la actualidad.
Cosas que nos parecen lo más normales del mundo debido a que las hemos estado viendo toda nuestra vida, (cortísima si lo comparamos con los 30.000 años a que me refería antes) tales como ciudades tan intensamente iluminadas desde las que no es posible ver las estrellas, autopistas constantemente llenas de coches en movimiento a cualquier hora del día, millones de viviendas con una confortable temperatura en su interior independientemente del clima exterior, grandes cantidades de objetos de todo tipo a disposición de millones de consumidores, alimentos en cantidades muy superiores a las que somos capaces de ingerir, etc.
No obstante, todas esas cosas que nos parecen tan normales a millones de personas de los países ricos no son sino un lujo inconcebible para la gran mayoría de la humanidad. El capitalismo, la forma de organización social y económica dominante en nuestra civilización, es muy eficaz a la hora de producir riquezas pero muy deficiente a la hora de repartirlas. No parece haber nadie pilotando la nave con una perspectiva mayor de 4 ó 5 años. Ninguna decisión trascendente está tomada pensando en las generaciones futuras. Las diferencias, entre países pobres y ricos y entre pobres y ricos de cada país, no hacen sino aumentar.
La economía liberal depende de millones de decisiones individuales y cada una de esas decisiones solo busca el lucro personal, el inversor busca la mayor rentabilidad para su inversión, el empresario la mayor rentabilidad de su empresa, el trabajador el salario más alto, el comprador el precio más bajo y el vendedor el precio más elevado el más pobre se conforma simplemente con sobrevivir. Toda esta suma de voluntades contrapuestas avanza siempre en la dirección que beneficia a los más poderosos en perjuicio de los más débiles y sin tener en cuenta el futuro a medio y largo plazo. Los entusiastas del sistema afirman que aunque las diferencias aumenten, como éste es tan eficaz produciendo riqueza, los más desfavorecidos, a pesar de todo, viven cada vez mejor. Los más críticos afirmamos que esto es cierto en algunos países en vías de desarrollo pero no lo es en la gran mayoría como se desprende del
Informe de 2007 del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo.
Pero el invento tiene otro punto débil, tiene que crecer económicamente, aumentar el PIB, no sé porqué pero es así, nadie me lo ha podido explicar convincentemente, simplemente con que crezca poco (menos del 2% según creo) ya es un desastre. Tal vez sea necesario para compensar el aumento de la población, pero en los países donde ésta no aumenta también es un desastre que la economía no crezca. Es algo así como si estuviéramos pedaleando cuesta arriba por la ladera de una montaña. Si dejamos de pedalear la bicicleta se para y nos caeremos al suelo, pero si continuamos pedaleando, inevitablemente, llegaremos arriba y nos despeñaremos por la abrupta ladera del otro lado.
Con el crecimiento es lo mismo, si no crecemos, desastre, recesión, paro, más pobreza para la inmensa mayoría, etc. Pero si crecemos, es decir aumentamos nuestra riqueza, como dicho aumento está irremediablemente unido a un aumento del consumo de energía y materias primas, elementos finitos en un mundo finito pues desastre también, nos despeñaremos. El crecimiento continuo no es posible. Es un “problema que no tiene solución técnica”. El crecimiento nunca puede ser sostenible, o es crecimiento, o es sostenible. No puede ser las dos cosas a la vez. Es más, un crecimiento aparentemente moderado de un 7% anual de algo, supone doblar el consumo de ese algo en 10 años y supone a su vez que se ha consumido, en esos 10 años, más que en todos los periodos anteriores. Es el conocido ejemplo de los granos de trigo en el tablero de ajedrez en el que se deposita un grano en la primera cuadrícula, dos en la segunda, cuatro en la tercera, y así sucesivamente. En cada cuadrícula hay más granos que en todas las anteriores. No es posible crecer continuamente por lo mismo que no hay suficiente trigo en la tierra para llenar el tablero de ajedrez.
Si no es posible crecer indefinidamente y si en ausencia de crecimiento nuestra economía está abocada a una grave crisis ¿que es lo que cabe esperar? La única solución viable es no crecer más, hay quienes son partidarios, incluso, del decrecimiento. Esto implicaría un profundo cambio en nuestro modelo económico. Pero si creciendo y creando cada vez más riqueza no hemos sido capaces de que esta llegue a todos no ya por igual sino de una manera más o menos decente ¿que pasaría si, sencillamente, creamos cada vez menos riqueza?
El nuevo modelo tendría que ser más igualitario. Habría países, incluso sectores de la sociedad que podrían, y deberían crecer algo y otros que irremediablemente deberían decrecer. Repartir la abundancia es sencillo y lo hemos hecho mal. Repartir la escasez, que ya es difícil de por sí, va a ser todo un reto.
El problema es antiguo, estamos hablando de repartir unos bienes comunes, tales como el medio ambiente, las materias primas, el agua, las fuentes de energía. Ya sé que casi todos estos bienes comunes no lo son tanto, o mejor dicho, no lo son en absoluto, todo tiene un dueño, pero de una manera u otra nos los tendremos que repartir. La única solución posible a largo plazo es repartirnos esos bienes sin que se agoten, es decir sin superar la capacidad de recarga del planeta mediante un consumo responsable y ajustando a su vez la población mundial a dichos bienes.
Sobre esto Garrett Hardin, ecologista, microbiólogo y profesor Emérito de Ecología Humana en la Universidad de California en Santa Bárbara, escribió en 1968 un artículo bajo el título original de The Tragedy of Commons
“La tragedia de los (bienes) comunes” en la revista científica Science.
En dicho artículo Hardin aborda el problema del aumento de la población. Dado que esta tiende de forma natural a crecer exponencialmente y que los recursos del planeta son finitos, llega pronto a la conclusión de que dicho aumento de población, llegado un punto, debería ser cero. Lo difícil es definir en donde está ese “punto”. Hay quien piensa que no debemos hacer nada y que nos tenemos que reproducir sin ningún control porque es eso lo que quiere Dios. Visto lo que quiere Dios que les pase a los lemings cuando tiene sus explosiones demográficas, hay muchas otras personas en este mundo, entre las que me encuentro yo, que nos gustaría planificar todo esto de otra manera. La humanidad tendrá, antes o después, que decidir que población es la aceptable y con qué calidad de vida. El método tradicional de solucionar esto ha sido hasta ahora el de recurrir a guerras o epidemias. Cuanto menos población, más recursos. Pero si decidimos explorar otra forma menos brutal de repartir unos recurso finitos deberemos tener en cuenta el fenómeno descrito en “La tragedia de los comunes”.
En su artículo, Hardin pone un ejemplo: supongamos unos pastizales abiertos a todo el mundo que sean capaces de mantener a cien cabezas de ganado sin deteriorarse. Es de suponer que cada individuo tenga la tendencia a llevar el mayor número de ganado que le sea posible (una de las decisiones individuales que mencionaba antes) con el fin de optimizar sus ganancias. Una vez que ya pastan en dichos campos las cien cabezas de ganado, el individuo que añade una más obtiene mayor beneficio (cercano a +1) que perjuicio (una pequeña parte de -1) ya que tiene pastando otra cabeza de ganado aunque todas, incluidas las suyas, engordarán un poco menos. Es de suponer que el resto de los ganaderos hará algo parecido con lo que previsiblemente, al cabo de un tiempo, el terreno se termine por deteriorar irremediablemente. Concluye Hardin “La ruina es el destino hacia el cual corren todos los hombres, cada uno buscando su mejor provecho en un mundo que cree en la libertad de los recursos comunes”. Esto es así para todo aquel recurso limitado del cual podemos disponer cada uno de nosotros de una forma ilimitada. Los ultraliberales tienen la solución fácil (solo tienen una y es la misma para todo): se privatiza, y cada uno de los propietarios ya se preocupará de que eso no pase. Otros propondríamos otra diferente: se organiza su utilización en función de la capacidad del terreno y del número de potenciales usuarios (de hecho hay infinidad de sitios donde ese problema concreto se resuelve de esa manera).
La solución se complica cuando el recurso a compartir está más disperso y más al alcance de cualquiera como el aire, (o mejor dicho, la contaminación que le pretendemos añadir). En ese caso la decisión individual está más clara: si yo utilizo el transporte público en vez de mi coche mi perjuicio en tiempo y en comodidad (suponiendo que en realidad fuese así que en muchos casos no lo es) es mayor que mi beneficio ya que no se va a notar un vehículo menos frente a los cientos de miles que circulan cada día en mi ciudad. Ante esto la única solución posible es que una entidad superior ejerza su autoridad y limite el ejercicio de esa libertad. Pero para que algo así sea posible en una sociedad democrática y debido a que dicha autoridad, antes o después va a pretender ser elegida de nuevo, para atreverse a tomar una medida de ese tipo, tiene que tener muy claro que cuenta con el apoyo de la opinión pública.
Se puede dar por tanto la paradoja de que la mayor parte de la sociedad esté esperando a que las autoridades tomen decisiones que limiten sus libertades individuales en beneficio del bien colectivo. También se puede dar el caso de que una autoridad tome una decisión que en un momento determinado no exija la opinión pública pero que con el paso del tiempo esa opinión pública acabe viendo las ventajas de tal decisión. Es decir la opinión pública condiciona las decisiones de los políticos, pero estos últimos también pueden modificar la opinión pública. Para que algo así pueda suceder, se precisa por parte de los políticos, lucidez, valentía y persuasión. Cualidades todas estas que suelen reunir raras veces. Con frecuencia, ante determinadas demandas de sectores de la sociedad que implican un progreso para la mayoría, los políticos suelen responder que “eso no es lo que nos demandan los ciudadanos en este momento” o “este no es un asunto que preocupe a los ciudadanos”. La mayor parte de las veces lo que ocultan quienes responden así es que no están de acuerdo con lo que se les propone aunque no se atreven a confesarlo o que no son capaces de salir de su propia mediocridad.

Aritmética, población y energía (son casí 53 min.)


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